Bill Gates- desarrollador de software profesional, principal benefactor de la Organización Mundial de la Salud (de ahora en adelante OMS) después del gobierno norteamericano, fundador de la alianza para la vacunación GAVI y activista incansable por la vacunación de la población mundial contra el COVID-19, entre otros virus, admitió hace un tiempo lo que a estas alturas el público ya sabe por experiencia: las así llamadas vacunas ARNm no lograron prevenir contagio ni transmisión. Sus declaraciones, hechas en el Lowy Institute de Australia el 23 de enero del año en curso, llegan en un momento en que tanto el establishment científico como la prensa corporativa internacional, hasta hace poco blindadas a cualquier crítica dirigida hacia la efectividad y seguridad de dichas vacunas y hacia las draconianas medidas adoptadas por buena parte de los gobiernos adscritos a la OMS durante la pandemia (que se estima causaron un daño sanitario y social incalculable e irreparable) han comenzado a dar alguna cobertura a narrativas expertas disidentes.
Esto alcanzó niveles dramáticos el 12 de marzo cuando el propio ministro de salud alemán Karl Lauterbach admitió en televisión que “siempre estuvo al tanto” de que las vacunas contra el COVID-19 han causado, según su estimación, 1:10.000 casos de efectos adversos, los que según el centro norteamericano para el control y prevención de enfermedades (CDC) incluye trombosis, síndrome de Guillain-Barré, miocarditis, pericarditis y muerte. Ante a estas declaraciones, medios independientes no tardaron en apuntar que el programa de vacunación de AstraZeneca en Canadá ya había sido abortado por un riesgo observado de trombosis cinco veces menor (1:55.000). Sea como sea, lo más probable es que estas estimaciones estén muy por debajo de las cifras reales debido a la consabida ineficiencia de los sistemas de reporte pasivos (ESAVI en Chile). De este modo, con las insólitas declaraciones del ministro alemán, el debate se abre al más alto nivel posible.
En este contexto de mea culpa emergente, las admisiones de Gates y Lauterbach distan años luz de ser triviales y, por el bien de nuestros hijos, no deben pasar desapercibidas. Fue precisamente sobre la promesa de que esta nueva generación de vacunas detendría la pandemia -repetida ad infinitum por gobernantes, representantes de gobierno, periodistas y celebridades a lo largo y ancho del mundo- que derechos constitucionales elementales de buena parte de la población mundial fueron abruptamente suspendidos y, consecuentemente, cuerpos sociales en todo el mundo fueron gravemente fracturados. A un lado de la fractura, quienes, de buena fe o producto de la despiadada coerción mediática y consecuentemente social, aceptaron cumplir con el edicto médico global y someterse al programa de inyecciones prescrito por la OMS. Al otro lado quienes, en pleno derecho, por las razones que sea, rechazaron dicho tratamiento, optando por una aproximación preventiva y, en caso de contagio, por tratamientos tradicionales, de efectividad probada y, así y todo, ampliamente desacreditados por la OMS. En suma, por la vía tradicional de la inmunidad natural, la que, a tres años de la declaración de pandemia, acaba de ser recientemente reivindicada en un artículo publicado en la revista médica británica The Lancet (doi.org/10.1016/S0140-6736(22)02465-5).
Según cifras de la OMS- al momento de escribir esta columna- de los 194 países miembros, Chile ocupa el tercer lugar entre los países con más dosis suministradas por unidad de población, el décimo lugar entre los países con más esquemas de vacunación completos y el tercero entre aquellos países con más vacunas de refuerzo. En suma, Chile se encuentra arriba en el “top ten” de países más vacunados del mundo. Al mismo tiempo- y esto es lo desconcertante- según cifras del sitio británico Our World in Data, al 01 de mayo del 2023, Chile ocupa el segundo lugar entre los países con mayor exceso de mortalidad por todas las causas desde la declaración de pandemia, superado solo por Colombia en el primer lugar. Los siguen Latvia, Reino Unido, España, Austria, Estonia, Países Bajos, Israel y Portugal. Esto contrasta agudamente con la realidad de países africanos y algunos de Europa del este, los que reportan índices de vacunación muy por debajo del 50%, ninguno de los cuales, no obstante, reporta tasas de mortalidad altas, así como tampoco índices de exceso de mortalidad preocupantes.
Que estas paradojas aun no sean objeto de intenso debate y escrutinio público es un fenómeno que no se explica por la vía científica sino política, pues es un hecho sabido que la censura global de puntos de vista médicos divergentes durante la pandemia alcanzó niveles propios de regímenes autoritarios. Sobre esto y otras cosas, testificó recientemente ante al senado mexicano Robert Malone, médico, científico e inventor original de la tecnología ARNm, quien fuera y aun hoy es objeto de una sistemática campaña de desacreditación producto de sus duras críticas a las políticas impuestas en las naciones del mundo con posterioridad a la declaración de emergencia sanitaria. La misma suerte han sufrido médicos e investigadores de similar talla tales como Peter A. McCullough, uno de los cardiólogos norteamericanos más publicados; Sucharit Bhakdi, profesor emérito del Instituto de Microbiología Médica e Higiene de la Universidad Johannes-Gutenberg de Mainz, Alemania, y por muchos años director del mismo; Michael Yeadon, ex científico jefe y vicepresidente de la división científica del gigante farmacéutico Pfizer. Esto, solo por nombrar algunos casos connotados. Todos ellos coincidieron al afirmar que durante la pandemia el Código de Nuremberg fue sistemáticamente violado. Todos a su vez, sin excepción, fueron acusados por la prensa corporativa de esparcir “desinformación”.
En efecto, la politización de la pandemia aceleró en gran medida el advenimiento de la institución de verificación de hechos o “fact checking”, cuya función es definida por Wikipedia como la “detección de errores o noticias falsas en los medios de comunicación”. Mas allá de las definiciones, el hecho es que la verificación de datos es un fenómeno intrínsecamente condescendiente y paternalista que asume que un miembro de la sociedad civil no es capaz de discernir por sí solo hechos ciertos de hechos falsos ni tampoco de pensamiento crítico. Tanto así, que observadores sociales no han dudado en comparar dicho fenómeno con la “policía del pensamiento” descrita en detalle por Orwell en su novela 1984, la que estando en total control de todos los medios de comunicación, más bien escribe, edita y re-escribe la historia de forma instantánea. Estas tácticas se conocen hoy con el nombre de “guerra de quinta generación”. Quien quiera que haya seguido de cerca los acontecimientos relativos a la pandemia, de seguro ha podido constatar este fenómeno en primera fila. Marshal McLuhan imaginó con asombrosa exactitud la tercera guerra mundial como una “guerra de guerrillas de la información sin distinción entre población civil y militar”. Frente a esto, en última instancia, somos precisamente los “ciudadanos de a pie” los llamados a verificar la veracidad e integridad de cualquier tipo de información, especialmente aquella que proviene de agencias de prensa, las que a menudo exhiben abiertos conflictos de interés con gobiernos o instituciones “filantrópicas” que anulan cualquier declaración de neutralidad.
Para efectos de esta breve columna, lo socialmente medular es que los no vacunados con tecnología ARNm constituyen, al menos en Chile, una minoría. Una nueva minoría. Y lo verdaderamente grave tras las admisiones de Gates y Lauterbach, es que esa minoría fue- y en muchos lugares del mundo aún sigue siendo- sistemática e injustamente discriminada a hombros de la promesa de que las vacunas serían, en palabras de Gates, la “solución final” a la pandemia (la lista de universidades y “colleges” que requieren vacuna contra el COVID-19 para poder acceder a clases presenciales en Estados Unidos sigue siendo abultadísima, entre ellas Harvard y Columbia). Esto, en circunstancias de que, con la salvedad de unos pocos países en el mundo, la vacunación contra el COVID-19 no es ni fue nunca una obligación legal. Así y todo, la tercerización de la fiscalización sanitaria impuesta de forma tácita en todo el mundo (que de la noche a la mañana transformó a guardias privados en gendarmes sociales) sumada a la coerción mediática, laboral y social, resultó insoportable para la gran mayoría. A causa de esto, millones perdieron trabajos, familiares, amigos y- según declaraciones del propio Lauterbach- en un número aún indeterminado de casos, salud, calidad de vida y la vida misma.
A la luz de todo esto, se podría decir que esta columna busca ser un parche antes de la herida: una constancia sobre las devastadoras consecuencias sociales que tuvo la declaración de pandemia de marzo del 2020, en caso de que algo similar se vuelva a repetir. Pero lo cierto es que la herida ya existe, duele y para muchos aun no cicatriza. Dolor que observadores atentos probablemente atisbaron en el desolador llanto negado a las cámaras de Novak Djokovic al ganar el abierto de Australia, gobierno que un año atrás lo deportara por haber hecho uso de su humano derecho a escoger que sustancias entran en su cuerpo. Demás esta decir, lo de Djokovic probablemente constituya la expresión menos trágica. Y, sin embargo, que cargada suena la palabra deportación en el contexto aquí descrito. Vera Sharav, sobreviviente del holocausto, activista de derechos humanos y fundadora de la Alianza para la Protección de la Investigación en Seres Humanos acaba de estrenar un documental que deja de manifiesto los escalofriantes paralelos existentes entre los acontecimientos que han rodeado la declaración de la pandemia y aquellos que condujeron a las atrocidades cometidas durante los años del nacionalsocialismo. Principalmente, en lo tocante a la anulación de derechos inalienables mediante la declaración de “estados de excepción” (estrategia política intrínsecamente anti democrática sobre la que Giorgio Agamben ha venido advirtiendo de forma sistemática) y los consecuentes confinamientos forzados, procedimientos médicos coercitivos y el control de pasaportes de identidad.
Junto a esto, se debe tener muy presente que las conversaciones por un “tratado” o “acuerdo” internacional de pandemia (cuyo primer borrador fue rechazado) siguen su curso. Si bien el “borrador cero” reconoce en su redacción la soberanía de cada país miembro, ha sido promovido como “legalmente vinculante” por el cuerpo negociador intergubernamental a cargo de su redacción. De aprobarse, las implicancias para la soberanía de los países firmantes permanecen inciertas y en principio resultan alarmantes dada la total lealtad a la OMS recientemente exhibida por los países miembros. En este enrarecido contexto, lectores de esta columna deben tener muy claro al menos lo siguiente: quienes nunca han sufrido persecución ni discriminación en carne propia rara vez se dan por enterados. Los perseguidos y discriminados, por su parte, a menudo se encuentran inmersos de súbito en una oscura realidad paralela, ignorada, escondida y/o censurada por los medios de prensa corporativos, cuyas narrativas suelen estar controladas por las autoridades competentes de turno y/o por lo que en jerga otrora conspiracional normalmente se conoce como “estado profundo”. Otrora, porque sobre esto en Chile y en Latinoamérica (escenario de la macabra operación continental “Condor”, financiada por agencias de inteligencia norteamericanas) sobra experiencia. Resta ver si sobra sabiduría.
Ante eventuales cuestionamientos sobre la experticia de quien suscribe esta columna, un breve “disclaimer” al cierre. Al igual que Bill Gates y Tedros Adhanom, actual presidente de la OMS, el autor no es médico ni epidemiólogo. Es un ciudadano que se ha visto empujado por las circunstancias históricas a notificar públicamente que durante la pandemia una porción nada despreciable de ciudadanos fue arbitrariamente discriminada y abandonada por las autoridades competentes. Autoridades que durante los últimos tres años han caminado por un campo que bien podríamos describir como socialmente “minado”.
Porque digámoslo claro: los logros máximos de la declaración de pandemia no fueron la contención ni mucho menos la eliminación de un virus sino la supresión efectiva de la individualidad (que no debe ser confundida con el individualismo) y el derecho a la autodeterminación- dos de las conquistas más preciadas de la así llamada civilización occidental. Así visto, de no mediar conciencia o al menos juicio crítico respecto a las fuerzas que han acechado lo que hasta ahora hemos conocido como libertad, vivir con una herida abierta o perder una extremidad a causa de otra hecatombe social como esta será la menor de nuestras preocupaciones.
Con todo, es posible que estas fuerzas acechen hoy precisamente porque, a pesar de todo, no acabamos de entender en que consiste la verdadera libertad humana. De hecho, los desastres sociales que se han venido sucediendo desde el último siglo prosperaron cada vez que la libertad cultural no fue defendida con el celo con que sí se ha defendido la libertad de mercado. Consultado por una posible salida a este dilema en el período de entreguerras, Rudolf Steiner, el filósofo de la libertad, afirmó lo siguiente: “los tres ideales de libertad, igualdad y fraternidad sólo pueden entenderse de manera vital cuando nos damos cuenta de que la libertad tiene que prevalecer en la vida cultural/espiritual, la igualdad en la esfera política/ jurídica y la fraternidad en la esfera económica”. Que el lector descubra por sí mismo a que esfera social pertenece la salud por derecho propio.