La roja quedó tempranamente eliminada de la Copa América, evidenciando por una parte, una profunda crisis, y por otra, un, al menos discutible recambio generacional. Pero a propósito de esto último, permítanme llevar agua a mi molino.
A mediados del siglo XX, el gobierno de Juan Domingo Perón (1946-1955) en la Argentina, comenzaba una de sus políticas públicas más ambiciosas y trasversales, el deporte. Política que por cierto, muchos le atribuyen buena parte de la cohesión social, amor nacional y orgullo patrio, tan característico de nuestros vecinos. La cuestión es, que en este periodo no solo se fomentó el deporte de alto rendimiento, sino también, y quizás con mayor fuerza, se desplegó una política que buscó fortalecer, ampliar y democratizar las bases del deporte amateur, disminuyendo las barreras de acceso, promoviendo clubes deportivos locales, y especialmente, construyendo espacios públicos deportivos en todos los barrios. Hasta canchas de golf públicas se construyeron en esta época, las que por cierto duran hasta nuestros días.
Pero ¿por qué construir espacios públicos para el deporte, frente a demandas que pueden considerarse más importantes y urgentes? Quizás, por una temprana comprensión del rol que los clubes deportivos pueden tener en el cultivo de un sentido psicológico y social de comunidad, potenciales referentes, que, proporcionando una base de valores compartidos y consensos de pertenencia grupal, pueden trascender los nichos de clase y morigerar las tensiones sociales, dando condiciones para una mayor cohesión y solidaridad. Siendo incluso, efectivos dispositivos de integración de familias migrantes, como constatan las crónicas de la época.
En un mundo marcado por las percepciones de inseguridad e inestabilidad, en ciudades cada vez más extensas y connotadas como peligrosas, lo seres humanos, que intrínsicamente le tememos a lo que no conocemos, cada vez más tendemos a buscar y vivir entre los que consideramos nuestros iguales, mecanismo que si bien fomentaría las confianzas y promovería cierta facilidad para entablar relaciones, nos aleja e incluso nos vuelve temerosos de la diversidad y de lo distinto. Y es precisamente en esta aparente disyunción, entre la búsqueda de seguridad y la segregación y perdida de contacto con el otro, que los clubes deportivos locales, pueden tener un rol protagónico.
Así, nuestra derrota, y la aparente ausencia de un recambio generacional que proyecte a la roja de todos, es el devenir natural tras un Estado que ha renunciado a su rol productor de ciudad e incluso a su papel subsidiario, cuando de ampliar y robustecer las bases urbanas para la práctica del deporte se trata. Y por supuesto que se han hecho cosas, y algunas significativas, especialmente con estadios, centros de alto rendimiento y grandes eventos deportivos, pero es en ampliar la base amateur, donde aún falta camino por recorrer.
Es cierto, cada momento en la historia es único, y la política urbano-deportiva de Perón respondió a la contingencias de su devenir, pero no dejo de encontrar absolutamente notable lo realizado, colocar al deporte como dispositivo de identidad nacional y fortalecimiento de los vínculos sociales inter-clase, parece tener incluso más sentido hoy que antes, y por lo mismo, seguir estos pasos, en los términos aquí expuestos, es reconocer que el deporte, no solo ayuda a la salud física y mental, sino también a la integración social y recuperación de espacios públicos.
Y sin parafrasear al Presidente, no estoy diciendo, menos Jarry y más Sánchez, estoy intentando decir que debemos seguir disminuyendo las barreras a la práctica del deporte, especialmente de acceso público, y en eso, nuestras ciudades, tienen un rol fundamental.