El “efecto Bilbao” es un concepto ampliamente utilizado en urbanismo y arquitectura para describir cómo un proyecto arquitectónico icónico puede transformar significativamente la imagen, la economía y el atractivo turístico de una ciudad. Este término se originó a partir del impacto que tuvo el Museo Guggenheim Bilbao, diseñado por Frank Gehry e inaugurado en 1997, en la ciudad de Bilbao, España. Esta operación urbana, sin embargo, no se explica solo por la presencia de un edificio icónico: estuvo acompañada de una estrategia integral que incluyó inversiones en transporte, espacio público, infraestructura y gobernanza. Su éxito radica en haber articulado arquitectura, política pública y visión de largo plazo.
En Concepción, en el espíritu del Programa de Recuperación Urbana Ribera Norte del Biobío PRURN (1995-2009), el Teatro Regional del Biobío, diseñado por Radic, Castillo y Medrano e inaugurado en 2018, se inscribe dentro de una lógica similar a la del denominado “efecto Bilbao”: un edificio cultural icónico que busca redefinir la relación entre la ciudad, su devenir y su territorio. Ubicado frente al río, el teatro no solo ha ampliado la infraestructura escénica de la región, sino que también ha comenzado a transformar el imaginario urbano, consolidándose como una de las obras culturales más importantes e innovadoras del país.

Ilustración del Hernán Barría Chateau, académico del Departamento de Diseño y Teoría de la Arquitectura y Director de Extensión, Universidad del Bío-Bío.
El Teatro Biobío es la punta del iceberg de una secuencia significativa de intervenciones que, a lo largo de la ribera, configuran un frente urbano donde cultura, memoria y vida pública se entrelazan. Sin embargo, obras como el Memorial 27F —que con sobriedad conmemora el terremoto y maremoto de 2010— y el Parque Costanera (2000), que alberga esculturas de destacados artistas nacionales como Ferrum y Flora de Federico Assler, Cerros de Matías Pinto y Susana Mancilla, y una intervención en el puente Llacolén de Fernando Undurraga, evidencian un preocupante deterioro y falta de mantenimiento, lo que pone en riesgo tanto su valor simbólico como su apropiación y apreciación ciudadana.
Al igual que en Bilbao, el potencial transformador de estas obras depende de algo más que su presencia física y del desarrollo de propuestas. Para que esta revitalización sea sostenible en el tiempo, es necesario articular un plan urbano integral, con visión de largo plazo, inversión pública continua y una gobernanza que integre a las comunidades. La ribera del Biobío sigue siendo una pregunta abierta: ¿cómo transformamos un borde fluvial en un tejido urbano activo, y no solo en un corredor vehicular o una postal ocasional?
La experiencia del Teatro Biobío sugiere que una infraestructura cultural puede convertirse en un espacio verdaderamente vivo cuando logra articular arquitectura, política pública y una visión de largo plazo, sostenida por una gestión abierta, permanente y vinculada con la comunidad. Este ejemplo invita a pensar en la posibilidad de extender ese enfoque a otros espacios relevantes del borde fluvial, como el Memorial 27F o el Parque Costanera, concibiéndolos como parte de un ecosistema cultural interconectado que además se fortalezca con otros programas como restaurantes o miradores. Ello permitiría avanzar hacia una ciudad que reconoce en el arte, la memoria y el espacio público no solo recursos simbólicos, sino herramientas concretas para construir una identidad común en torno al Biobío.