Cada año, cuando llega el otoño, una tensión silenciosa invade nuestras rutinas. El cuerpo pide una cosa, el calendario urbano exige otra. Mientras la naturaleza entra en un ciclo de repliegue y ahorro, la ciudad impone el ritmo contrario: visibilidad, actividad, productividad. Seguimos funcionando como si fuese primavera. Lo contradictorio de esta lógica salta a la vista si afinamos un poco la percepción: no estamos hechos para sostener este ritmo artificial todo el año. Pero lo intentamos igual, y pagamos el precio.
Desde la antroposofía, su principal referente, Rudolf Steiner, explica que las estaciones no son eventos meteorológicos, sino realidades espirituales que atraviesan también al ser humano. En otoño e invierno, las fuerzas vitales de la naturaleza se retraen; los procesos de vida se hacen más sutiles, más internos. Las plantas recogen su savia, los animales bajan su ritmo, las semillas duermen bajo la tierra. El ser humano, alineado con ese mismo pulso, debería también bajar la marcha, mirar hacia adentro, trabajar en silencio.
Pero no lo hacemos. Vivimos en un sistema que niega los ciclos, que niega el otoño como tiempo de introspección y el invierno como momento de cierre. Y más aún: negamos el sueño, literalmente. Negamos el descanso, el parar, el dormir, como si fuesen actos de debilidad. Dormir poco se ha convertido en un símbolo de prestigio en ciertos círculos laborales. Hemos construido una cultura donde dormir es casi un obstáculo para la productividad. Y eso, sencillamente, va contra nuestra naturaleza biológica, emocional y espiritual. Se escuchan orgullosos por ahí quienes dicen que han dormido solo cuatro horas.
Nuestros antepasados lo sabían. Vivían según la luz solar, dormían más en invierno, trabajaban con las estaciones, respetaban los tiempos del cuerpo. Hoy, en cambio, la luz artificial extiende falsamente el día, las pantallas estimulan el cerebro en horarios nocturnos y el trabajo invade incluso las horas destinadas al sueño. No hay pausa, no hay noche real. Se nos ha vendido una entelequia moderna: la de que somos seres productivos, estables y constantes todo el año. Pero esa imagen, cuidadosamente pulida por la cultura del rendimiento, es insostenible y profundamente alienante.
Una obra clave para entender esto desde una experiencia concreta es el libro “Viaje al sentido de la vida” de Ziley Mora, donde se narra el proceso de transformación interior que, tras una crisis profunda, encuentra en la Patagonia chilena y en la cosmovisión mapuche las claves de un nuevo paradigma. A lo largo de nueve meses, el protagonista va redescubriendo el sentido de vivir y habitar el mundo en armonía con las leyes invisibles de la naturaleza, en diálogo con sabios portadores de una sabiduría ancestral hoy casi extinta. Es un testimonio vívido de cómo una cultura materialista que niega el alma puede ser atravesada por un conocimiento vital y sanador.
Steiner lo complementa desde otro ángulo: el alma humana necesita respirar al ritmo de la tierra. La expansión de la primavera y el verano debe equilibrarse con la contracción del otoño y la interiorización del invierno. Esa respiración es lo que da salud, sentido, orientación vital. Cuando la rompemos, cuando nos obligamos a rendir igual todo el año, aparecen el agotamiento, la ansiedad, la pérdida de sentido.
Hay otros autores que lo han advertido desde sus respectivos campos. En “Elogio de la lentitud”, Carl Honoré desenmascara la obsesión moderna con la velocidad y revela cómo esta cultura del apuro ha invadido todos los aspectos de la vida: la comida rápida, el sueño fragmentado, la crianza cronometrada, la productividad sin pausa. Todo parece estar orientado a maximizar el tiempo, pero sin respeto por los ritmos naturales del cuerpo y la psique.
En “El arte de envejecer”, Marco Tulio Cicerón propone algo que parece radical hoy: que el paso del tiempo no es enemigo, sino aliado. Y que cada etapa de la vida, como cada estación del año, tiene su propósito. El problema es que hemos hecho del rendimiento una religión y del silencio, una amenaza.
Incluso en la literatura de duelo contemporáneo, como “El año del pensamiento mágico” de Joan Didion, se revela esta tensión. Didion se ve obligada a detenerse por una pérdida personal, y en ese freno encuentra una verdad más profunda que ninguna agenda de trabajo le había permitido tocar: la vida no se entiende desde el hacer constante, sino desde la experiencia interior del tiempo vivido.
Hoy, la ciudad simboliza una forma de vida que ha roto el pacto con la tierra y sus tiempos. El invierno es visto como un obstáculo, no como oportunidad. El sueño, como pérdida de tiempo. El silencio, como vacío. La lentitud, como ineficiencia. Nos cuesta aceptar que la vida tiene pausas, y que son necesarias. Sin invierno, no hay primavera real. Sin sueño, no hay conciencia despierta. Sin retiro, no hay regreso.
Volver a los ciclos no significa retroceder. Significa avanzar con conciencia. Dejar que el cuerpo y el alma tengan estaciones. Aceptar que no todo se puede forzar. Como la semilla en la tierra fría, nosotros también necesitamos una pausa real para brotar con fuerza cuando llegue el tiempo.
Volver a los ciclos no significa retroceder. Significa avanzar con conciencia. Dejar que el cuerpo y el alma tengan estaciones. Aceptar que no todo se puede forzar. Como la semilla en la tierra fría, nosotros también necesitamos una pausa real para brotar con fuerza cuando llegue el tiempo. Lo ilustra con belleza la película “La mujer de la montaña” (Benedikt Erlingsson, 2018), donde una mujer islandesa, enfrentada a la maquinaria industrial que destruye su paisaje, elige ponerse del lado de la tierra. No desde el discurso, sino desde una decisión vital. Esa historia, sencilla pero poderosa, nos recuerda que aún podemos recuperar la sincronía con el mundo natural. Pero hay que desobedecer el ruido. Hay que dormir. Hay que escuchar. Hay que volver.