Cuando toda arte parece ingeniería cognitiva, y los artistas devienen en técnicos, conviene repensar, la transformación tecnológica que tiene influencias profundas y frecuentemente imprevistas en el arte, el diseño, los medios y las ciudades. En efecto, en un contexto marcado por la antropología de la imagen de masas (metadatos), una filosofía de los tecnicismos es crucial en los debates existentes sobre los aspectos artísticos, inventivos e informativos de la tecnología. Las imágenes en la lógica de las bases de datos curan la brecha en el tiempo al construir un universo homeostático y atemporal -lugar de su propia tragedia- que es también el modelo de la ecología aprovechada por la ecología profunda y otros movimientos ambientalistas. Estos modelos cibernéticos de ecología postulan la estasis como única alternativa al desastre. Hoy la imagen de masas ya no está interesada en la imagen como imagen, es decir, como artefacto en y del tiempo, ni siquiera en la trágica serialidad de la imagen en movimiento. El potencial como presencia del futuro es reducido por la simulación del mundo plasmado en la imagen de masas, donde no se distingue entre lo real y lo probabilístico. Ya no se trataría de adaptar la percepción humana a los medios, porque la percepción humana ya no es central para el funcionamiento de los medios.
Reducidos a sus comportamientos, los humanos aparentemente sólo necesitan percibir para responder, y sus respuestas no tienen agencia porque son materia prima para el procesamiento como mercancía del tiempo del “dataismo”. La ciudad -urbe funcional- padece los efectos de una alogaritmización de la experiencia que subsume su desintegración en las redes, como si los circuitos y los cables – por medio de la conexión incansable- pudieran ayudar a disolver el malestar en índices farmacológicos. Habiendo sido lo público reducido a consigna mediática, es difícil saber cuál es hoy el vínculo que une política y ciudad. En efecto, no sabemos las zonas intersticiales que permitan reconocer las diferencias sociales no consumidas por la mediatización de las hablas.
Las ciudades ya no tienen acuerdos sensitivos, identidades y representaciones estables. Tampoco incuban eróticas, salvo marginalidades mediáticas y guerrillas visuales. El afán modernizador ha logrado vestir a la ciudad con distintas capas de un progreso desigual cuya violencia fundante debe inaugurarlo todo, advirtiendo de esta forma que no hay un pasado cautivo que deba protegerse de la huella, el cuerpo o el sedimento. La ciudad no tiene origen, sino en la invención de las mercancías donde cada administración agencia una escritura de demoliciones y monumentalidades. La ciudad a la entrada del XX deviene tarjeta postal que presenta su mejor cara de orden y limpieza, fotográficamente montada para que se refleje en ella las fachadas del progreso económico y del éxito empresarial, los pactos del acuerdo tácito entre redemocratización y mercado neoliberal. Sin embargo, al revisar las percepciones que los ciudadanos tienen de su ciudad, lo que prevalece no es esta imagen extrovertida de confianza unidimensional en el progreso sino un mapa de fragmentaciones y deterioros y, en el mejor de los casos, de precarios entusiasmos que, al primer reventón económico, se hunden en viejas culpas y promueven diagnósticos pesimistas.
Atrás quedó el tiempo de Marcel Mauss, cuando afirmaba que las referencias específicas de la vida colectiva sirven para percibir, dividir y elaborar finalidades, estaba señalando que la red de sentido de una cultura se arma a partir de representaciones, marcas, acontecimientos y temores. Los imaginarios sociales que sostienen a la ciudad hacen circular leyendas, percepciones y designan el territorio, lo invisten de un poder, aunque sea a través de simulacros. Los transeúntes no sólo circulan por la ciudad, sino que también la comentan con sus rumores, prejuicios y garabatos. La vida cotidiana, entonces, se nos presenta como el entablado de placeres y disciplinas, de rutinas e improvisaciones, a los que la ciudad les presta su escenografía de fragmentos y roturas.
En suma, no tiene sentido dividir a las ciudades en estas dos clases, sino en otras dos: las que a través de los años y las mutaciones siguen dando forma a los deseos y aquellas en que los deseos o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella”. A inicios de Il Novecento, las vernáculas portuarias, industriales ofrecían modalidades cognitivas, intercambios perceptivos y lingüísticos. Hoy los patrimonios del Outsourcing inmobiliario han cumplido la promesa del modernismo cultural. En medio de la furia publicitaria y el YouTube hermenéutico, la imaginación medial debería experimentar las mediaciones visuales bajo la metáfora del extrañamiento. En efecto, el extrañamiento supone una relación estrecha entre lo familiar y lo extraño. La promesa diferida sería recuperar la intensidad de nuestra experiencia cotidiana que se adormece bajo el régimen mecánico de los controles algorítmicos.
En lugar del tañido que marcaba la hora o la tragedia, hoy resuenan las pantallas de la zoomización. Cada esquina, cada intersticio del deseo urbano, cada mueca detenida en el tiempo del scroll perpetuo, es ahora una superficie de emisión. Vivimos en un mundo donde la imagen ya no representa: produce. No es la copia de una realidad ausente, sino la proliferación de una presencia sin cuerpo. Lo visible se ha emancipado de lo real. Lo visible —como diría Deleuze— ha devenido superficie de inscripción de afectos, territorio donde se organiza la máquina deseada. Quizá, lo urbano-funcional se transmuta en un campo de batalla contra las desigualdades heredadas de la noche colonial.
Ahí donde antes estaba el rostro del prójimo, ahora se despliega la máscara del famoso. Lo que ha muerto no es el aura, como escribió Benjamin ante el advenimiento de la técnica de reproducción, sino el silencio entre dos miradas que no buscan reconocerse sino acumularse. Somos personajes de una obra sin dramaturgia, donde el yo se produce como efecto de una exposición constante. El otro ya no es un espejo sino una audiencia. Y el yo, un producto de edición.
Vivimos bajo la dictadura de la semblanza. La celebrificación no es simplemente el ascenso de algunos al estrellato, sino la estructura misma de nuestra subjetividad contemporánea. En la “sociedad del espectáculo” que profetizó Debord en el pequeño siglo XX, cada gesto se ensaya para ser capturado. No comemos sin antes registrar, no viajamos sin antes posar, no caminamos sin antes performar. El vivir se ha vuelto escenografía. El lenguaje de la imagen lo ha colonizado todo: incluso al lenguaje.
La imaginación medial no comunica. No hay fábrica. Fabrica y presencia. Fabrica y deseo. Fabrica una atmósfera estética en la que cada cuerpo busca ser signo. ¿Signo de qué? No lo sabemos. Pero lo importante no es el contenido, sino la circulación. Una selfie con lágrimas es más poderosa que una carta. Un video de quince segundos puede sepultar un discurso entero. La brevedad no es economía, es una forma de violencia: la violencia de no permitir que algo se asiente, que algo eche raíces, que algo mire.
El rostro, que alguna vez fue el teatro del alma, es hoy el campo de batalla de la imagen. No hay arrugas que no puedan borrarse, ni sombras que no puedan editarse. Vivimos en un presente cosmético, donde la piel se vuelve interfaz. Y el ojo, antes órgano de contemplación, se ha vuelto operador de escaneo. La mirada ya no se posa: circula. No interrogar: verificar. No se conmueve: consumir. En los márgenes, en los residuos de imagen que no encajan, en los rostros que no devuelven likes, en los cuerpos que no se dejan fotografiar: allí puede nacer una nueva visualidad. Una visualidad no espectacular, sino espectral. No luminosa, sino lúcida.
La celebrificación es, en última instancia, la domesticación de lo singular. Pero cada proceso de domesticación deja siempre una grieta, una fuga, una sombra que no se deja nombrar. En esa sombra habita el pensamiento. Pensar, como diría Deleuze, es siempre un acto de resistencia. Y resistir hoy implica desvisualizar, o más bien, desvelar. Hacer visible lo que no se ve porque no brilla, porque no circula, porque no produce engagement.
El problema no es que vivamos rodeados de imágenes. El problema es que vivimos dentro de ellas. Hemos internalizado el espectáculo al punto de pensar en términos de audiencia, de métricas, de exposición. Hablamos como influencers, nos justificamos como marcas, sentimos como hashtags. La personificación contemporánea no es otra cosa que la puesta en escena de un yo que ya no es sujeto sino perfil.
¿Y qué pasa cuando el yo se convierte en perfil? Pasa que dejamos de vivir para comenzar a administrar. Administrar emociones, administrar tiempo, administrar narrativa. No amamos: gestionamos vínculos. No recordamos: archivamos. No sentimos: subimos historias. El yo, en este marco, ya no es una experiencia sino un dispositivo. La imagen celebrificada, entonces, no es un retrato: es una consigna. No retrata una vida, sino que la prescribe. Nos dice cómo debe verse el amor, el éxito, la tristeza. Nos impone un canon afectivo, una coreografía del alma. La imagen no documenta: disciplina.
Y, sin embargo, algo resiste. Siempre algo resiste. En los ojos de quienes rehúsan ser retratados, en los cuerpos que no encajan en la moda, en las imágenes borrosas, en las fotografías veladas, en las miradas que no buscan verso sino comprenderse. Hay un arte de la interrupción, un arte de lo inacabado, que puede devolvernos el derecho a mirar sin ser absorbidos.
Debord (en el XX) dijo que el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social mediada por imágenes. Quizás haya allí una clave. Lo que se ha roto no es la imagen en sí, sino el tejido del encuentro. Por eso la comunicación visual no puede pensarse como una técnica, sino como una ética. Una ética de la presencia. De la mirada atenta. Del silencio compartido. De la opacidad.
Porque no todo debe ser visible. No todo debe ser dicho. No todo debe ser mostrado. Hay imágenes que solo deben ser guardadas. Hay rostros que solo deben ser tocados por el recuerdo. Hay momentos que solo deben existir en la fragilidad de lo no repetible. En el temblor de lo que no puede convertirse en contenido. Recuperar la visualidad no es volver atrás. Es mirar de otro modo. No contra la tecnología, sino a través de ella. No negando la imagen, sino reconfigurando su función. Que la imagen vuelva a ser gesto, ofrenda, vínculo. Que el rostro vuelva a ser umbral, sin superficie. Que la comunicación visual no sea solo signo, sino signo abierto, hospitalario, imprevisible.
La celebrificación no es solo una trampa: es también un síntoma. Y todo síntoma puede leerse, puede reinterpretarse, puede abrir una puerta. Donde comunicar no sea impresionar, sino compartir. Donde personificar no sea similar, sino habitar con otros la fragilidad de ser. Los malls impostan la imagen de un transclasismo al hibridizar el centro y la periferia de la ciudad, deslocalizando y translocalizando a ambos en el “no-lugar” (Augé) de sus falsas ciudades. En ellas, la omnipresencia de las marcas crea la ficción de una universalidad del consumo, como si la aproximación visual de cada uno a una diversidad de productos que se exhiben en las vitrinas bastara para garantizar un mundo de derechos y oportunidades igualitariamente compartido.
Por fin, una profecía vulgar, el “capitalismo de nubes” solo nos oferta dos personas mirándose sin pantalla.